El cambio (octava entrega)
Por Héctor A. Faga
En entregas anteriores hemos dicho que el desafío del cambio implicaba en primer lugar la sensación del cambio y como un segundo paso su percepción.
Hoy hablaremos del tercero de los pasos, que es la aceptación y su contrapartida, la resistencia al cambio.
Ya hemos formulado con anterioridad el tema de la resistencia cuando discurrimos sobre los paradigmas que condicionan la conducta y también al mencionar la dificultad que tiene el ser humano para modificar las costumbres establecidas, sobre todo cuando éstas están arraigadas en el mismo por una fuerte compulsión cultural o por los metaprogramas propios que lo condicionan.
Por ejemplo, si la persona es estructurada, le costará aceptar la novedad y se sentirá incómoda con la sorpresa.
En cambio, si es sistemática tendrá una tendencia definida a disfrutar de lo nuevo y se moverá como pez en el agua improvisando sobre la marcha.
Más allá de esas peculiaridades, en el proceso de aceptación del cambio existen dos etapas básicas, dos momentos, a saber:
1) la toma de conciencia del cambio
2) la asunción de una actitud frente al mismo
A la larga o a la corta, la persona transitará por estos escalones hasta llegar a la aceptación de las nuevas condiciones imperantes, ya sea porque se ha convencido de las bondades de ellas o porque no le queda más remedio que admitir que no puede quedar al margen de lo que está pasando si no quiere convertirse en un “analfabeto actitudinal”.
¿Cuánta gente conocen ustedes que al comienzo no querían saber nada con los teléfonos celulares y que luego se convirtieron en “adicto móviles”?
¿O cuántas personas mayores de 60 años renegaban de la computadora y hoy día se manejan idóneamente con el teclado y el mouse?
De todos modos, este bombardeo cultural que tiende a flexibilizar las posturas frente a los hechos, termina planteando la problemática de cuáles son los principios básicos e inmutables –si es que existen- y cuáles las actualizaciones a conductas que no significan renunciar a lo más sagrado o inconmovible de cada persona.
¿Hasta dónde estamos dispuestos a resignar nuestros principios morales o religiosos y, en todo caso, en aras de qué o con qué beneficio ulterior?
¿Aceptaremos que las reglas de juego las pongan otras personas que, a nuestro solo juicio, pueden no tener la catadura moral para hacerlo?
En resumen, la aceptación no necesariamente implica acceder a todas y cada una de las nuevas situaciones y someterse a ellas al ciento por ciento, pero inexorablemente el desenvolvimiento de los hechos nos lleva de un modo más o menos consciente a algún grado de aceptación de los mismos y de sus consecuencias.
Y esto es así porque “no se puede detener con la mano la roca que rueda montaña abajo”.
A pesar de que muchas veces sucede lo que establece la frase siguiente de Lord Keynes:
«Lo mas difícil no es lograr que la gente acepte las nuevas ideas, sino lograr que olviden las viejas ideas»
Para terminar con esta entrega les dejo la adaptación de un cuento del Pbro. Alejandro Londoño, del libro “112 dinámicas”.
Se llama “SI EL RIO CAMBIARA” y dice así:
Allá, a lo orilla del río, vi a un hombre cuyo nombre no me importa. Tendrá unos 80 años y su paso es poco firme. Sus manos tiemblan, sus ojos lloran y se ríe a solas como si supiera algo muy cómico acerca del resto de la humanidad. En su época el anciano era el mejor pescador del lugar. Con mucha confianza decía: “los agarro hasta donde no hay”. Conseguía las carnadas más convenientes para toda ocasión; conocía la profundidad exacta donde nadaban las diferentes clases de peces y el anzuelo con el tamaño preciso que debía tener. A poca distancia de la choza donde vivía el pescador el río hacía un recodo y era allí, en aguas profundas y tranquilas, donde le encantaba sentarse sobre un tronco que estaba en la orilla y lanzar el anzuelo al agua. Era su lugar preferido; ningún otro sitio le gustaba. Pero la naturaleza a veces no respeta las costumbres de los hombres. Sucedió que durante un invierno hubo una creciente espantosa. Cuando las aguas volvieron a su nivel normal, el río había abandonado el viejo cauce y se había alejado unos cincuenta metros hacia el oeste formando un caudal completamente nuevo. En el recodo donde nuestro pescador solía pescar su presa ya no quedaba sino un banco de arena. Otro pescador seguramente habría buscado un nuevo sitio de pesca. El nuestro no. Si uno quisiera tomarse el trabajo de visitar el lugar, podría ver al viejo sentado sobre el mismo tronco y pescando en el mismo banco de arena.
Hasta la próxima.
Héctor.
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